Mientras todos pasaban seguramente y eficazmente a la era de la tecnología, que se traducía en ver películas vía internet (desde la comodidad de sus casas), yo seguía seguramente, pero no tan eficazmente, yendo a las tiendas Blockbuster a procurarme mi dosis semanal. Esta acción, que se podría interpretar como una negación a una inevitable modernización, era más bien motivada por mi total falta de conocimientos informáticos que, a pesar de los consejos prodigados por todos, me incapacitaba a la hora de tratar de ver una película en internet. Incluso llegué a convencerme que eso no me importaba, que me sentía bien en esas grandes tiendas llenas de anaqueles con cajas de películas, cada vez más desertadas por los humanos. Me gustaba tener los DVD en mis manos, ese deseado contacto físico…
Sin embargo, llegó Netflix a México en 2011. Y aunque me resistí un rato, terminé por dejarme tentar por su carácter legal, su presentación simple y la promesa del mes gratis, un enganche asegurado, pero no por la dificultad de cancelar la suscripción (bueno, digo eso desde un punto de vista meramente teórico, hasta la fecha, sigo suscrita, pero se puede observar en “mi cuenta”, un gran botón de “cancela tu membresía”, que se ve bastante honesto), sino por la adicción que Netflix produce en nosotros. Así que, ni las cuentas necesitaba hacer: 89 pesos al mes para películas ilimitadas era menos de lo que uno puede gastar en Blockbuster por mucho que las promociones se hayan vuelto cada vez más atractivas. Fue entonces que con un poco de remordimiento y un dejo de tristeza, me suscribí al famoso servicio, cortando de un tajo la relación sentimental y de larga duración que me unía a Blockbuster (la vida está hecha de traiciones), añadiendo una piedrita más al desplome fulgurante de ese emporio, caído en desgracia desde hace ya algunos años.
Mi primera impresión al ingresar a la página fue de decepción y vaciedad. No había ni variedad, ni películas nuevas y aquéllas que tenía la intención de ver, brillaban por su ausencia. Pensé que no duraría mucho en este espacio virtual y regresaría más rápido de lo que imaginaba a la reconfortante realidad (no era una traición, sólo pedí un tiempo). En cuanto mi mes gratis llegara a su fin yo también me despediría. Pero ¡oh!, eso era menospreciar el gran poder de convencimiento de Netflix. A diferencia de otras compañías, donde existe un catálogo con todas las películas que tienen en línea, en Netflix se guardan varias bajo la manga que tú tienes que ir “descubriendo”, según tus preferencias y calificaciones. Te vas haciendo un camino a través de su red, de ese laberinto cibernético. No hay una sola versión de Netflix sino tantas como gente que lo utiliza. Como bien está explicado en la rúbrica “personaliza”: Ahora es más sencillo buscar sugerencias para ti… Sólo tienes que comenzar a calificar y nosotros nos encargaremos de buscar tesoros ocultos especialmente para ti.
Lo primero que tuve que hacer fue un perfil. Respondí a preguntas básicas de edad, sexo, tipo de películas de mi interés, así como calificaciones a películas y series. Pasada esa prueba, me dieron carta libre para explorar. Lo cual hice alegremente. Empecé compulsivamente a agregar películas a mi lista. Algunas recomendadas por mis amigos o familia, pero, sobre todo, por Netflix. En cuanto añadía una, la propia compañía me proponía otras que “podían ser de mi interés”, algunas lo eran, otras… no tanto. Al final de un catálogo muy pobre había conseguido atrapar en mi red 27 películas en espacio de una hora (no había siquiera visto el tiempo pasar, eso de calificar y escoger resulta ser muy adictivo). Es intrigante darse cuenta que si bien la oferta no es inmensa siempre encontrarán algo para ti. Eso se debe a la manera tan fina en la que son categorizadas las películas.
Según Alexis C. Madrigal, de The Atlantic, en Netflix existen 76 mil 897 categorías, que van desde películas para Halloween hasta emocionantes documentales contra el sistema. Esta compleja clasificación está basada en un algoritmo diseñado por Todd Yellin, que se denomina teoría cuántica de Netflix o, más comúnmente y menos impresionante: Microtags, que en contraste tiene una base muy humana, que forma los cimientos de esta inteligente estructura.
Trabajadores enrolados por Netflix se dedican a ver decenas y decenas de películas que califican y categorizan con base en una guía de 24 páginas. Se interesan desde las localidades en donde se filma, hasta la actitud de los personajes, pasando por el ambiente general. Todos estos adjetivos se unen bajo la forma de microtags y definen una película. Estos caracterizadores, al estilo: “sintiéndose bien”, “final feliz” ,”para románticos incansables”, no aparecerán forzosamente en la pantalla del espectador, pero, según las preferencias ingresadas en su perfil, harán que esos microtags se activen. Como lo dijo el propio Yellin: “Vamos a tagear cuánto romance hay en una película. No te vamos a decir cuánto romance hay en ella, pero te la vamos a recomendar”.
Pero esa no es la única cualidad e innovación de Netflix en este lucrativo negocio, también tiene la enorme cualidad de recopilar mucha información. ¿Qué, cómo, cuándo, dónde, por qué? ¿Acaso llega otra vez, la gran sicosis de los datos recolectadas a nuestras espaldas?
Cuando das información sobre tu persona, calificas una película, especificas tus preferencias, pones pausa o adelantas una película o serie, todo esto no se volatiliza en el aire sino que queda archivado en las oscuras mazmorras de la memoria virtual. Esta preciosa y precisa información es analizada meticulosamente, permitiendo así definir los gustos de la población y volviendo posible la creación de series especialmente dirigidas a algún sector de la sociedad (¿les suena familiar?). Las series, realizadas a la medida, tienen la ventaja de reducir el riesgo de verlas fracasar. De hecho, se sabe de antemano que serán un triunfo masivo: No están presentadas como una oferta sino que están hechas exclusivamente para responder a una demanda.
Retomemos el ejemplo de David Carr, de The New York Times, para darnos cuenta de este inédito fenómeno: La serie House of Cards, comprada por Netflix y dirigida por David Fincher.
Netflix, con cinco mil 65 millones de suscriptores alrededor del mundo, según The Wall Street Journal, reportó un interés creciente por los trabajos de Fincher, como Social Network. La mayoría de sus películas se veían de principio a fin, sin pausas, evidenciando la habilidad del director por cautivar a su público. Por otro lado, registraron buenas calificaciones a los proyectos en los que actuaba Kevin Spacey (actor de la serie House of Cards). Finalmente, notaron un recibimiento óptimo de la versión británica House of Cards. Así que tomaron una licuadora, revolvieron todos esos buenos sucesos independientes y compraron la serie. Para asegurarse al 100% del buen rating de la serie, no se lanzó un solo trailer sino varios (ya saben, para todos los gustos y sabores), ya sea para los fans de Spacey, dándole total protagonismo al talentoso actor, o, si se calificarían más bien como fans de Fitcher, pues no se apuren, ahí les va el estilo tan especial del director que les pone la piel chinita… Dime qué te gusta…y te consigo tu trailer.
Sin embargo y a pesar de que estas series resultan de muy alta calidad, con una filmación y dirección suntuosa, logrando recolectar gran número de premios, se puede poner en duda la capacidad de Netflix a realmente predecir lo que nos gustará. Se basa en datos pasados, de algo que apreciamos en algún momento de nuestra existencia. Existe una gran incertidumbre sobre el futuro, pues nuestros intereses y preferencias cambian rápidamente. Somos caprichosos y exigentes. ¿Podrá Netflix seguir acertándole a nuestros gustos y al mismo tiempo continuar innovando?