Caminaba tranquilamente por la calle cuando un destello retuvo mi atención. Era una libreta roja abierta a la mitad, con un simple hilito, a manera de marca páginas flotando delicadamente. Un punto rojo en un universo negro. Me vino a la mente la imagen de una flor, que a pesar de las condiciones adversas, lograba florecer en ese ambiente sucio e impuro. La libreta estaba inmaculada, inmune a ese entorno desgastado. Pura. Era como si su propietaria acabara de dejarla caer, llevada por el ímpetu de la juventud, por su furia de vida y su impulsividad que le impidió percatarse de ese destello rojizo que se escapaba de una bolsa a medio cerrar; se deslizaba como agua hacia su libertad.
La tomé. La tapa estaba acolchonada, como si hubiese querido evitar el impacto de la caída. Dejando su piel indemne, sin un sólo moretón.
En ese momento dudé. Ansiaba más que cualquier otra cosa descubrir esa libreta. Tan deseada, pero tan prohibida. Abriéndola, entraba en la mente de su propietario. Violaba su intimidad, conociendo todos los recodos de su alma. Sus secretos, opiniones, miedos más profundos… y más escondidos. Se presentaba ante mí en toda su sinceridad, desnuda frente a un extraño. Yo, parásito, me metía en su cabeza y absorbía todo lo que se encontraba en ella. Tenía entre mis manos su alma y no pude evitarlo, me sumergí en sus páginas, agradeciendo la reconfortante blancura del papel, la excitante presencia de esas letras que se amontonaban y se perdían en el horizonte.
El papel era de buena calidad. Era de esas libretas que compra la gente a la que le gusta escribir, que aprecia la sensación de la pluma deslizándose con fluidez en el papel. Rasgando, violando esas inmaculadas hojas. La letra era la de una mujer. A veces muy pegada, casi indescifrable, como si escondiese un secreto que sólo ella podía entender. Llenaba páginas y páginas a profusión. Me imaginé a la mujer sentada en un banco de madera, en un jardín, rodeada de flores bajo un sol radiante. Salvaje. Escribiendo esas líneas frenéticamente, como si su vida dependiese de ello. Volviendo la hoja negra. Se acerca un hombre. Ella no se percata de su presencia. Sigue escribiendo, perdida en ese mundo de letras. Absorta. El hombre le murmura algo, ella desvía la mirada de su cuaderno, viéndolo por primera vez y no entiende el significado de sus palabras. Necesita unos cuantos segundos para regresar de su mundo, y al darse cuenta de la situación esconde rápidamente, confusa y apenada de haberse dejado sorprender de esa manera, el destello rojizo entre su vestido.
Otra página, otro recuerdo, otra imagen en mi cabeza. Se encuentra con un grupo de amigos en la playa tomando el Sol, dejándose arrullar por el murmuro del mar. Una de sus amigas se acerca y le toma la mano. Juntas, corren para evitar quemarse los pies con la arena hirviendo; sus pies casi sin tocar el suelo, vuelan hasta el mar. Se lanzan sobre esas impetuosas olas, se dejan llevar por la corriente. Suben y bajan al ímpetu de las olas, liberando sus largos cabellos que flotan entre la espuma blanca de las olas. Reflejos dorados en un mar turquesa. Por momentos tratan de luchar contra la corriente, sabiendo que es una batalla perdida de antemano. Luego, exhaustas, se dejan otra vez llevar, confiadas en ese mar, que no las va a abandonar ni traicionar.
De repente, ella sale del mar, impredeciblemente. En su mirada se nota una fiera determinación. Sus ojos verdes brillan. Ese brillo tan especial que se encuentra en algunas personas cuando hablan de algo que realmente las mueve por dentro. Regresa corriendo bajo las hamacas, agarra su libreta y escribe la palabra llena de fuerza que tengo ante mis ojos.
Sigo hojeando, desflorando esa flor. La descubro a ella. Me la imagino. Inmersa en un mundo que no es el mío y tampoco el suyo. Un simple producto de imaginación. Falso, pero tan dulce.
En la última página se lee: “Sino, veíamos simplemente la vida pasar a través del cristal. Intercambiando esporádicamente algunas palabras, pensamientos. Es un momento donde el silencio no es incómodo, sólo disfruto de la mera presencia de la otra persona. Cristina murmura: ‘Mira, según de que lado te sientas en el tren ves la vida venir o la vida pasar. ¿A ti que te gusta más?’. Pensándolo bien, no lo sé. A veces me gusta mirar hacía atrás, otras hacia adelante. Pero yo creo que lo más importante y que poca gente hace es mirar al frente. Disfrutar del momento presente. Estar en el mundo real”.
Esa frase movió algo profundamente en mi interior. Sentí que se dirigía personalmente a mí. Me sacó de su cabeza tal y como entré. Brutalmente, de ese mundo de sueños e imaginación, me regresó al mundo real. A ese presente, que por unos cuantos minutos, lo que había durado esa incursión en su mundo, sus escritos transportándome a galaxias insospechadas. El mundo real lo sentía muy lejos, difuso en ese dulce otro, que es el de los sueños.
Cerré la libreta y la dejé en el lugar donde la había encontrada. Intacta. Cuidando en no dejar indicios de mi intrusivo pasaje. Miré un momento ese rojo intenso que ya se estaba convirtiendo en recuerdo, grabando esa imagen para siempre en mi memoria. Y me di la vuelta, viendo hacia el presente. Hacia mi mundo.