Mis amigos suelen preguntarme muy a menudo cómo era vivir en París, Francia. Esta bonita e intrigante ciudad parece tener hipnotizado a todo el mundo. Y no los culpo, yo también sucumbí a su brillante aura.
París es esencialmente caminar: Caminar, caminar y caminar. Es una ciudad lo suficientemente grande para siempre encontrar algo que hacer, pero no es inmensa. Es a escala humana —aunque lo único humano ahí parezca ser más la ciudad, que los humanos…— y se recorre a pie, para descubrir los más recónditos secretos que se esconden tras esa piedra gris y fría, esos edificios imponentes y elegantes, esos callejones angostos y sinuosos. Todo ahí tiene una historia que sólo pide ser descubierta, pero París nunca revelará todos sus secretos si bien seas un habitante de esta hermosa ciudad.
Tomo Saint-Germain des Près. Una de las avenidas más importantes y concurridas. Es aquí donde todo un pequeño mundo se junta, pero no se mezcla. Me siento en una banca y observo esos diferentes seres activándose en direcciones contrarias, que uno bien podría calificar de erráticas, visto desde el exterior, pero que al contrario, están sumamente bien calculadas. Todos se acumulan en esas finas franjas de concreto que parecen no poder contener las hordas de humanos que desfilan sin descanso. Sin embargo, por impresionante que parezca, no se tocan, el contacto es mínimo entre ellos y cuando por desgracia llegan a rozarse, murmuran un mecánico e indiferente Pardon, antes de seguir su ruta sin siquiera darse la pena de voltear a ver la cara de la persona. No es gente, son sombras sin cara ni cuerpo. Viven en su burbuja personal, donde nadie penetra. Escuchan música, leen, hablan, juegan con su Smartphone. Yo, desde mi banca verde, desvencijada y también algo grafiteada, observo, ajena a todo ese movimiento, inmóvil, a ese mundo que se activa a mi alrededor. Aquí, poco se intercambia. La clave del éxito se basa en la discreción: Ver sin ser visto viendo. Un contacto de ojos es fallar a la misión. Uno finge ser indiferente a todo lo que nos rodea, pero no es así. Detrás de ese joven jugador de Candy Crush, ese viejo mirando por la ventana, todos se espían y se juzgan mentalmente.
Yo, un tiempo puse bajo llave mi lado mexicano, social y ruidoso para volverme discreta. Para fundirme en esa masa uniforme y gris. Un piropo respetuoso me dejaba completamente indiferente, continuaba tranquilamente mi ruta sin siquiera dedicarle una sonrisa o murmurar un gracias. Ahora sé que son esos momentos que demuestran que esta sociedad no está muerta y que hay gente que todavía intenta lograr alguna conexión, un contacto, un poco de calor en este mundo gris e individualista. Y justo ahorita estoy intentando, y logro por momentos, fisurar ese casquito de vidrio que llevan a todos lados. Entreveo una sonrisa fugaz, expertamente contenida, un contacto de ojos rápidamente desviado. Los más atrevidos, un piropo susurrado.