NOCHE DE INSOMNIO EN HONDURAS

Pablo se levantó de su cama. Se asomó por la ventana; afuera aún era de noche. La luna llena iluminaba este triste país de Centroamérica: Honduras, enclavado entre Nicaragua al sur, El Salvador al oeste y Guatemala al norte, el triángulo del norte, las regiones más violentas del mundo. Y la Luna brillaba, como seguro brillaba en todos los otros países del mundo, pero esta tierra con la tasa de homicidios más alta del mundo, de 79 por cada 100 mil habitantes*, escondía terribles historias. Destilaba un sufrimiento que parecía no poder ser contenido en su pequeña superficie.

Pablo recorrió con la mirada la diminuta alcoba que le servía de dormitorio. Miró con especial escrutinio los rostros de sus primos y hermanos que compartían cuarto con él. Bajo la luz de la Luna, éstos se teñían de un extraño halo, transmitiendo a sus facciones, a tan corta edad, ya marcadas por los estragos del tiempo, una sensación de apacibilidad que no tenía fuero en San Pedro Sula, la ciudad más peligrosa del mundo.

En el oscuro y sucio rincón, las venas de la pared se perfilaban, hinchadas de humedad; un viejo y destartalado colchón escupía sus metálicas entrañas; su primo dormía plácidamente. Tatuado de pies a cabeza, éstos invadían cada recodo de su cuerpo, adoptaban las curvas de su anatomía, lo cubrían y envolvían a la manera de una segunda piel. En su pecho desnudo abordaba orgullosamente unas enormes MS, Mara Salvatrucha, su boleto directo y sin retorno a una vida de fusiladas, represalias y entierros.

Lo miró con odio, él, los mareros, eran en gran parte responsables de la inseguridad que reinaba en el país. De la imposibilidad de caminar por la calle sin miedo a ser asesinados, extorsionados, violados, secuestrados, ese miedo que no los abandonaba, de encontrarse entre el fuego cruzado de pandillas rivales. No había ganadores, sólo victimas, pequeñas llamas que se apagaban rápidamente y sin aviso frente a un viento demasiado violento. Desvió la mirada, sus ojos se posaron en su hermano. Pronto sería obligado a integrarse a la mara, a engrosar la lista de los muertos en vida.

El odio se transformó en un desesperado grito silencioso que no alcanzó a materializarse y traspasar sus labios firmemente apretados; aquí, el gobierno los había abandonado hace mucho tiempo, no había empleo que garantizara un futuro a los jóvenes fuera de las pandillas, tampoco existían programas de apoyo a los mareros que quisieran reintegrarse a la sociedad. Estaban solos. Pensó en irse. Uno más de las 200 mil personas que cruzan la frontera hacia México, con la esperanza de alcanzar Estados Unidos. Para hacerse con su versión del sueño americano, se ven obligados a atravesar México, país temido por los ilegales, en donde el turista no wero y centroamericano no es bienvenido, pero la ilusión es más fuerte, un oasis en medio del desierto, cintilando a lo lejos y desapareciendo a medida que uno avanza; promesa apenas formulada que ya comienza a difuminarse en el aire.

Su hermano mayor había decidido seguir esos sueños dorados que se irían resquebrajando para dar lugar a una dura y violenta realidad. Había embarcado en La Bestia, ese monstruo de metal, muerto, pero que paradójicamente lleva cantidad de vida en él, su techo, siempre recubierto por una alfombra de humanos. Pablo trató de rememorarse a su hermano, pero no pudo, sus facciones bailaban en su memoria, formando un torbellino confuso; hace 10 años que se había ido. Y ninguna noticia. Se imagino todo el sufrimiento por el que debió haber pasado, escondido en los recónditos de esa gran carcacha de metal, que avanzaba incansablemente. Pensó en el hambre, la sed, las condiciones climáticas adversas y rezó por él, porque no haya sido interceptado por los narcotraficantes. No era secreto para nadie que éstos secuestraban, extorsionaban, violaban y obligaban a transportar drogas a los migrantes cuando no eran utilizados para alimentar el ya bien nutrido tráfico de humanos y de órganos.

Hace algunas semanas había escuchado hablar de las fosas que acompañan el camino de La Bestia, donde se siembran cuerpos en una tierra en la que ya nada crece. Ahí yacen los migrantes, los muertos de nadie. Con impotente amargura pensó en esos derechos humanos alegremente violados. Una vez más rezó por su hermano, también rezó por esos 11 mil migrantes** secuestrados al año en México, y por los que pocas veces se obtiene justicia. La policía migratoria, las mismas autoridades en algunos casos corruptas, son cómplices y actores de esos crímenes. Organizan redadas, los despojan de sus pertenencias y exigen dinero antes de abandonarlos en el camino cuando no los entregan a bandas criminales.

Un ronquido lo sacó de esos mórbidos pensamientos, devolviéndolo a otra realidad. Su hermano menor presentaba dificultades para respirar, problemas de salud comunes, sobre todo en las familias más pobres. Éstas eran aquejadas por enfermedades de todo tipo: Respiratorias, epidérmicas, así como de severos casos de desnutrición. Apenas ayer se había vuelto a desatar una epidemia de dengue, impulsada por la humedad y falta de higiene. El gobierno había demostrado, una vez más, su incapacidad para prevenir y reaccionar ante esa amenaza. La situación se había complicado todavía más por el deterioro de la asistencia sanitaria debido a los altos niveles de inseguridad. Y eran ellos, las poblaciones más pobres y las primeras víctimas de la violencia que sufrían las consecuencias. Sin embargo, y pese a ese panorama desalentador, Pablo no perdía la fe. Y es que también tenía razones para sonreír, la esperanza se materializaba en acciones que significaban mucho. Demostraban que tal vez no estaban tan solos como lo habían creído, no habían caído del todo en el olvido. Médicos Sin Fronteras, con su ayuda, enmendaba un poco el deficiente sistema de salud, ofreciéndoles un apoyo que de otra manera nunca se hubieran podido procurar. Su asistencia psicológica también resultaba imprescindible, los traumatismos, esas mortíferas e insidiosas heridas aquejaban a alrededor de 20% de los sobrevivientes de la violencia. Y, sin embargo, la prioridad que daba el gobierno a esos daños psicológicos era nula, un sólo hospital de Tegucigalpa se encargaba de esos casos. En el exterior del país, se encontraban también esas personas, asociaciones unidas a su causa, luchando junto con los migrantes. En México, Médicos sin Fronteras había creado centros en distintas regiones, que proveían de asistencia médica; mientras tanto, Las Patronas, mujeres mexicanas, les brindaban comida y agua, el Padre Alejandro Solalinde les ofrecía protección y refugio. Esos granitos de arena se juntaban para hacer algo grande y transmitían fuerza.

El gallo cantó anunciando la promesa de un nuevo día. Todo ese pequeño mundo comenzó a activarse. De repente, esos rostros que hace unos minutos le habían parecido tan inocentes, puros y despreocupados revestían sus duras máscaras, listos para enfrentar la vida que les había tocado vivir y que Pablo, al tiempo de una noche, había logrado desenmascarar.

*Según cifras del Observatorio de la Violencia de la Universidad Autónoma de Honduras
**Según La Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) en 2011

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